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FUNES MÁS PERSONAL

ELOGIO DEL PERIODISMO.  Por Víctor Flores García.  EL FARO

Mis amigos y editores saben que guardé este texto porque no quise que fuese utilizado en la campaña de odio y calumnias que se emprendió contra Mauricio en la desesperada disputa final de la carrera por la Presidencia. Saben que nuestro encuentro primero ocurrió a finales de los 70, hace 30 años, cuando participamos en la alegre y hasta ingenua fundación de un rebelde movimiento estudiantil que nació en los idílicos jardines de eucaliptos de la jesuita Universidad Centroamericana (UCA), cuando garabateábamos con lápices y brazas los trazos de futuros inciertos, conectados a la fibra más tensa de aquella sociedad ahora extinta, progenitora del actual desenlace.

"Su discurso de la victoria fue un proclama por la reconciliación y la unidad nacional sin revanchas, con un decoroso silencio sobre las "dos estrellas" que guiaron su campaña -como me lo dijo a pocos días de la elección-: su hermano Roberto y su hijo Alejandro". Ellos son sus irreparables ausencias en la victoria.

Mauricio prefirió guardar silencio y no invocar a esa generación, su generación de jóvenes que fue hecha girones por un torbellino social que cavó el pozo irrespirable de la guerra civil y pagó el precio de su osadía. Aún me pregunto si es prepotencia decir que muchos de ellos eran brillantes, precoces o simplemente ilusos.

Con Roberto, su hermano inseparable, apenas un año menor, compartimos la banca estudiantil y los gruesos tomos azules de los libros de cálculo diferencial e integral, las reglas T y el pelo rapado de los aspirantes a ingenieros, los desafíos de la temible clase de estructuras del jesuita Yon Cortina, los desvelos por los exámenes parciales, los empeños en sensibilizar a una comunidad universitaria y las esporádicas excursiones a la playa, teñidas con charlas conspirativas de la época, ahogadas por el ruido del mar, o las reuniones en voz baja en pequeños apartamentos estudiantiles.

Atlético, intrépido y bien parecido, Roberto era la contraparte inseparable de su hermano, el complemento de aquel de talante intelectual, del estudioso, del lector incansable, del de la frase mordaz, del de la ironía a flor de labio, del de la sonrisa escéptica, del observador. Para quienes ahora quieren molestarlo señalando esa personalidad, es bueno que sepan que nunca se ha sentido incómodo con la fama de creidito-seguro-de-sí-mismo, actitud que le endilgan con cierto complejo de inferioridad quienes, escondiendo su propia vanidad, tienen personalidades en el polo opuesto.

Desde sus años en el jesuita Externado de San José, ambos conocieron a un basquetbolista y ameno contador de chistes, Hato Hasbún. Esa amistad ha dado ahora un fruto que excede a dos seres humanos, se ha hecho colectiva y por esa vía universal. Mauricio fue muy puntual y sincero en dar las gracias a Joao Santana, su estratega de campaña y asesor de imagen del presidente Luiz Inacio Lula da Silva. Sólo su extraordinaria vocación por la prudencia  explican su silencio sobre Roberto y Alejandro, los ausentes, y sobre Hato, el fiel amigo presente, en la esquina de la sala donde era vitoreado.

Siempre juntos, Mauricio y Roberto, los dos hermanos de camisa a cuadros, misma marca, mismo diseño, uno roja la otra azul, no olvido verlos llegar y partir juntos de “la casita”, el refugio estudiantil en el medio de un bosquecito del campus que sería volado con bombas como otras tantas que los jesuitas padecieron.

En la cúspide de su papel de representante gremial, durante su participación en 1979 como uno de los tres estudiantes que abogaron por cambiar la política de ingreso a la UCA ante el Consejo Superior Universitario, integrado por cerebros implacables que luego serían despedazados a balazos por militares en 1989, entre ellos Ignacio Ellacuría, ninguno de ellos habría imaginado este futuro que ha llegado.

La violencia del Estado era tan superior a la respuesta popular en aquel momento, que un día de protesta nacional de un cálido agosto de 1980, luego de una fallida barricada, los nervios y su juventud traicionaron a Roberto. Se había quemado el cabello por error: una patrulla policial uniformada lo descubrió, él se rindió, se lo llevaron vivo, lo asesinaron a sangre fría y en menos de 24 horas tiraron su cuerpo de 20 años en un cementerio cercano a la UCA. Comparado con mis emociones de entonces, yo que no era su era su hermano sino apenas su colega y compañero de clandestinidades, sólo imagino lo que sufrió Mauricio.

Una entrañable amiga común de aquellos años, a quien reencontré tres décadas después hace dos semanas en un modesto cargo de un instituto de esa misma universidad, ella y yo con kilos y años más, la mirada igual, el abrazo largo, la ternura sin tiempo, me contó que no olvidará nunca la palidez de Roberto, su rostro rígido, la mandíbula temblando y su mirada perdida, escoltado, atrapado dentro del radio-patrulla. Piensa que actuó así para no delatarla, cuando ella misma buscaba escapar en medio de la cacería policial sobre la novatada rebelde.

Escribí por primera vez de este episodio, a días de la elección, sólo porque Mauricio estaba a punto de ganar la Presidencia o un lugar privilegiado en la modernización de la izquierda centroamericana, y porque fueron esos años formativos los que marcaron para siempre nuestra actitud ante la vida.  Hoy sabemos que ha ganado la Presidencia con ese recuerdo callado.

Cada uno de nuestra generación buscó un lugar para sobrevivir para malvivir o para morir. Yo me exilié hace 25 años y, a pesar mi nostalgia, no he vuelto a vivir en El Salvador, salvo un intento en 1995 para participar en dos entrañables proyectos editoriales, el semanario Primera Plana y la Revista Tendencias, ambas dirigidas por dos grandes amigos, Horacio Castellanos Moya y Roberto Turcios, a quienes intenté que Mauricio se acercara para aportar su talento y él no dudó en colaborar.

Había que sobrevivir en aquellos años, y después de una fugaz experiencia en la extinta agencia Salpress, el periodismo en la prensa extranjera profesional me abrió una vida y un mundo que de otra manera no habría presenciado. La academia también me llevó de las aulas de la filosofía México a los seminarios de la comunicación política y las teorías sociológicas contemporáneas en Londres, pero siempre volví de cuando en cuando a El Salvador, siempre con la ilusión de volver a aquellos escenarios donde nuestra juventud fue perturbada, y nunca dejé de buscar a Mauricio cada vez para verlo de nuevo, por el gusto de charlar.

Poco hablábamos del pasado en esos encuentros esporádicos. El periodismo, la pasión por el presente, siempre alimentó nuestros encuentros, hablábamos un código común, sabíamos de la implacable tiranía de la hora de cierre, de la búsqueda del dato cierto, de la dificultad de las fuentes, del acoso del poder.

Una cosa me quedó clara, Mauricio se reinventó a sí mismo desde lo más profundo del dolor, como lo hicimos muchos. Ya lo he dicho, su vida pública y profesional es lo que la tradición anglosajona llama un self-made-man, un hombre que se construye a sí mismo casi desde la nada, que no le han  regalado nada, que no ha tenido enfrente sino obstáculos: empresarios malagradecidos, envidias profesionales, ataque del gobierno, estigmas, colegas traicioneros o la simple ingratitud.

Solitario desde la muerte de su hermano, Mauricio se refugió en sus estudios de literatura, se volvió maestro, y para ganarse la vida fue dando color a su propia palabra como periodista de televisión y corresponsal de cadenas estadounidenses.

A pesar de las tertulias hasta altas horas de la noche que siempre acompañan mis incursiones a El Salvador, nunca dejé de prender la televisión a las 0700 de la mañanas y sorprenderme por su disciplina, la fuerza de levantarse a las cuatro de la madrugada para estar entrevistando a todo tipo de gente hasta acorralarlas con un estudio de ajedrecista.

¿De dónde procedía la fuerza de su capacidad argumentativa, su elocuencia y su mente veloz, lo más cercano a una vocación? ¿Con quién dialogaba antes de dialogar? No tengo dudas: consigo mismo, acaso con su hermano Roberto en su memoria remota, o con su hijo Alejandro en su intimidad cercana.

Supe de la muerte de Alejandro mientras trabajaba como corresponsal para una agencia mundial de noticias que se negó a divulgar que el hijo mayor de Mauricio había sido muerto por un ataque frente al Museo de Louvre en París a pocas semanas de que su padre aceptara el reto más grande de su vida. Carlos Mario Márquez, el corresponsal de esa agencia en San Salvador, compartió conmigo la frustración por esa mezquina decisión editorial.

Pero la carrera de Mauricio transcurrió no sólo ante cámaras sino casi toda en el callado trabajo fuera de los reflectores. Antes de lograr su propia tribuna, picó piedra, pisó el asfalto, buscó la nota diaria de un noticiario que luego llegó a dirigir. No voy a discutir de simpatías con quienes rechazan la altivez y franqueza de su personalidad, que ellos llaman arrogancia, sólo diré que se trata de un hombre leal con sus amigos y fiel a sus principios, dotado de un valor poco común: la honestidad intelectual y la cabeza propia.

Como casi siempre en periodos electorales -recuerdo dos proyectos de coberturas electorales producidos para la Tendencias en los 90s-, he vuelto a El Salvador y, junto con los lagos, los cerros y las playas, me dediqué a indagar las nuevas claves de la disputa por el poder.

Mi primera sorpresa es que a Mauricio le salen amigos por todas partes; y eso está bien, se trata de un movimiento político novedoso que desconozco pero celebro. Si Aristóteles no se equivoca, y la amistad es el lazo que une a dos seres humanos que han compartido la intimidad de los avatares de una época, soy un viejo amigo de Mauricio que no forma parte de los Amigos de Mauricio. Es más, he conocido de cerca a algunas de las voces que la han enfilado de una manera frontal contra él. Uno de ellos me dijo en un bar que regenta que se trataba incluso de un asunto personal, que no me explico ni me supo explicar.

He compartido en este mismo espacio de El Faro lo más relevante que vi y escuché en una veintena de entrevistas con los que quieren y los que aborrecen a Mauricio, lo he publicado en este acogedor espacio, lo más cercano a una esfera pública abierta.

Relaté episodios de la entrevista que sostuve con Mauricio publicada el domingo electoral en una revista mexicana. Fue un rencuentro que, a diferencia de los anteriores, que fueron ante un café, un almuerzo, una mesa de redacción (la de Primera Plana), su pequeño estudio que compartía con Hato Hasbún en su productora de TV, comiendo semillas de pipián, o unas cervezas en la piscina de un hotel, cuando me relató que se había embarcado en la búsqueda de la Presidencia, una vez sorteado los valladares de “los duros” del FMLN, esta vez el encuentro fue de un candidato y un periodista.

Note su concentración, su empeño, el asedio de todos los que le querían acercar una palabra, un consejo. Me limité a hacer mi trabajo. No hablamos de intimidades ni estrategias. Fue extraordinario su profesionalismo, su generosidad al buscar la  cercanía de la cabina de una camioneta que él condujo para hablar conmigo y con mi esposa, periodista alemana, los tres a solas. La gente lo esperaba al final del camino y sólo pude entregarle una botella de tequila añejo para que bridara con los suyos este domingo. Yo ya abrí la mía: ¡Salud!

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