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La batalla anacrónica de Tegucigalpa

El ejército hondureño llenó a Tegucigalpa de imágenes de los años 80. Elementos policiales y militares se enfrentaron violentamente con simpatizantes del depuesto presidente Manuel Zelaya en las inmediaciones del Palacio Presidencial. En Managua, los mandatarios centroamericanos acordaron bloquear al gobierno de facto hondureño.

Carlos Dada
Desde Tegucigalpa, Honduras
Publicada el 29 de junio de 2009 - El Faro

A las dos y media de la tarde comenzó la batalla. Unos dos mil manifestantes que se encontraban frente al palacio presidencial desde el domingo, exigiendo el retorno del presidente constitucional Manuel Zelaya, comenzaron a recibir gases lacrimógenos desde un costado.  Los manifestantes, adueñados de la avenida Juan Pablo II de Tegucigalpa, respondieron con las armas que tenían: piedras. 

“La agresión fue una orden directa de Micheletti”
El Faro conversó con nuestro enviado especial en Tegucigalpa, Carlos Dada, quien estuvo en los alrededores del palacio de gobierno en el momento en que el ejército y la policía arremetieron contra varios manifestantes que protestaban contra el golpe de Estado asestado al presidente constitucional Manuel Zelaya. Esta entrevista fue hecha a las cinco de la tarde, mientras Dada aún se encontraba en las cercanías de la casa presidencial hondureña.

El primer herido de la tarde, un muchacho que aún no alcanza la mayoría de edad, fue trasladado en una camioneta con el tobillo sangrando. “Me dispararon”, alcanzó a decir. “Me dispararon”. Algunos seguidores de Zelaya comenzaron a reventar los cristales de los negocios instalados frente al Palacio Presidencial, cerrados desde el domingo del golpe pero que habían sido respetados hasta entonces. Una venta de donas y un banco estrenaron la tarde.

Un hombre con una pequeña herida en la pierna mostró dos botellas de gases lacrimógenos como prueba de la agresión de las fuerzas de seguridad. “Secuestremos a dos policías y los pijiamos, así se van a calmar”, gritó. Pero los gases siguieron lloviendo desde el costado este de la avenida.

Por unos megáfonos, un líder sindical anunciaba que dos batallones del ejército se habían rebelado al oriente del país apoyando a Zelaya. A los que tenía enfrente, custodiando el palacio, los llamó a rendirse. “Y vénganse con sus armas si pueden, que aquí las vamos a usar.”

Diez minutos después, a las tres de la tarde, unos 200 policías antidisturbios al frente de un pelotón de soldados se vinieron con sus armas desde el otro costado, pero no a rendirse. Entraron de lleno, lanzando gases y golpeando con las macanas a quienes encontraban a su paso; hicieron varios disparos; y los manifestantes comenzaron a correr.

Katlyn Sierra, socorrista de la Cruz Roja, levantó en su ambulancia a 50 heridos. Los soldados se desahogaron con saña golpeando a diestra y siniestra. Amenazaron periodistas y avanzaron cargando contra los manifestantes. A dos motociclistas los agarraron a palos, hasta que un policía se acercó y les ordenó que dejaran de golpear. A una señora, con cámara de video en mano, le dieron persecución hasta que la alcanzaron para  recordarle, fusil en mano, que no es correcto filmar a las Fuerzas Armadas, y menos en un país en el que el día anterior dieron un golpe de estado.

Los manifestantes resistieron con lo que pudieron. A su paso, en la retirada, aprovecharon las piedras para romper los cristales de varios negocios, y según información no confirmada de tropas del ejército en el lugar, saquearon al menos un supermercado. En medio de aquel campo de batalla, los heridos corrían por todos los bandos. Un policía regresaba apoyado en dos soldados, con la cara chorreando sangre. Un manifestante recibía una pedrada que los policías regresaron y que le abrió la cabeza. Dos soldados gritaban “abran paso que tenemos siete heridos”.  A su paso, varios periodistas también resultaron heridos o golpeados.

El único tranquilo parecía ser un mayor del Ejército que sólo se identificó como Barahona. Esperaba al otro lado, justo por donde los manifestantes huían, sólo para darles consejos: “Échese agua en la cara para que no le irriten los gases… Vayan por este lado, que está más tranquilo”. Barahona lucía tan inofensivo, y tan seguro, que nadie le decía nada. Aquellos manifestantes enardecidos, mojados por los chorros de agua y coloreados por los chorros de pintura roja que dispararon los antimotines, clamando venganza y con ganas “de romperles el cráneo a estos hijos de puta”, a Barahona le daban las gracias. Uno, ya en plena catarsis, le comenzó a gritar con lágrimas en los ojos: “¿Por qué no les decís que nos defiendan a nosotros? ¡Somos hermanos por la gran puta!”. Barahona, sin inmutarse, sólo le respondió: “Ahí a la vuelta hay agua. Échese rápido porque ya anda los ojos muy irritados”, y comenzó a caminar. Arriba, aún, en la Juan Pablo II, sus compañeros de armas tenían órdenes de reprimir para despejar la zona. Varios alcanzaron a refugiarse en el estacionamiento del hotel Marriott, pero pronto vieron que se habían metido en una ratonera sin salida. Los soldados entraron a golpear, sobre todo a señoras que eran las que más habían entrado.

La avanzada se estancó en una avenida contigua, hasta donde habían logrado desplazar a los manifestantes. Ahí se alargó el intercambio de piedras contra gases, y siguieron sonando disparos.  A las siete de la noche, luego de casi cinco horas de hostilidades, los enfrentamientos habían terminado y Tegucigalpa vivía la resaca de una batalla que retornó a este país a los años ochentas.

El nuevo gobierno

Una hora antes de que todo estallara, el nuevo presidente interino, Roberto Micheletti, juramentó en el Palacio Presidencial a su nuevo gabinete. Dio pocas declaraciones, con la sonrisa puesta a manera de constante. “Gobernaré Honduras pese al rechazo internacional”, dijo y anunció la formación de una comisión de ex cancilleres para cabildear con la comunidad internacional y convencerlos de que el golpe de estado ha sido una respuesta necesaria para imponer la ley y la Constitución.

Hasta ahora, ningún país del mundo ha reconocido al nuevo gobierno, y este mismo lunes los presidentes centroamericanos -Zelaya incluido- reunidos en Managua, Nicaragua, acordaron aislar política y económicamente a Honduras hasta que el depuesto presidente sea restituido en el poder. La OEA ha exigido también la restauración inmediata de Zelaya, y ha sido una exigencia reivindicada por todos los mandatarios del continente. El nuevo gobierno hondureño está solo.

El recién juramentado canciller, Enrique Ortez Colindres, calificó de falsas las informaciones que dan cuenta del rechazo de la comunidad internacional. “Aquí no hay crisis”, dijo a este periódico. “Nadie nos ha condenado ni nos va a condenar, ¿De dónde saca usted esa información? Eso es completamente falso. Ya hemos hablado con los embajadores y están gustosos de reunirse con nosotros”. 

La diputada liberal Marta Elena de Castro, que se perfila ya como la nueva vicecanciller de la Honduras paria, fue un poco más realista. “La reacción de la comunidad es terrible, pero lógica. Tenemos que hacerles comprender que tomamos esta medida por razones humanitarias, porque el expresidente Zelaya venía sublevando a la gente para violar la ley.”

Y tras juramentar a cinco miembros del nuevo gabinete, el presidente interino Micheletti dictó su primera orden ejecutiva: sacar a las tropas para desalojar a los manifestantes. Así lo confirmó horas más tarde su Secretario de Prensa, también juramentado en esa ceremonia, René Zepeda: “Ha sido una acción ordenada por el poder civil”, dijo.

La información sobre lo que sucede en Honduras es escasa e incierta. En plena manifestación, un policía aseguraba que siete compañeros suyos habían muerto en San Pedro Sula, pero nadie lo confirmaba hasta el cierre de esta nota. Las televisoras internacionales, bloqueadas por orden del ejército durante el domingo y buena parte del lunes, no informan a los hondureños porque no las pueden ver. Y los medios locales, los que siguen abiertos y trabajando, se dedican solo a transmitir y magnificar la versión oficial.

En medio de la batalla de Palacio Presidencial, autoridades policiales y del ejército ingresaron al Hotel Marriott y detuvieron a un periodista de Associated Press, Nicolás García, y a su esposa, una periodista de Telesur. La rápida acción de la prensa internacional denunciando el hecho permitió su liberación por la noche.

La escasa información en Honduras ha desatado una serie de rumores que corrían hoy desde tempranas horas. Cuando el plantón frente a Casa Presidencial todavía parecía tranquilo y estable, un hombre que se identificó como el primo de Manuel Zelaya aseguró por megáfono que el presidente regresaría por la tarde de Managua, Nicaragua, para reinstalarse en el poder, mientras otros, desde tribunas similares, advertían la llegada inminente del presidente venezolano, Hugo Chávez, y su homólogo ecuatoriano, Rafael Correa. 

Desde Managua, Zelaya anunció que regresará a Tegucigalpa el próximo jueves, para recuperar el poder. Fuentes informativas aseguraban que la administración del presidente estadounidense Barack Obama trabaja activamente para reinstalar a Zelaya en el poder.

“La comunidad internacional está desinformada y no saben lo que ha ocurrido”, decía el Secretario de Prensa, René Zepeda, apenas diez minutos después de tomar posesión. “El presidente Zelaya quiso estar por encima de la ley.” 

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