DE LA GUERRA A LA PAZ, LA LOCURA DEL MOZOTE por Christian Guevara
La mujer maldijo en voz baja: "Hijos de puta". Acababa de encontrar un juguete, un humilde caballito de plástico, en la bolsa de atrás del pantalón de uno de los cadáveres que había recuperado. Los restos pertenecían a un niño de pocos años de edad. Había sido asesinado por una ráfaga de un arma de fuego, seguramente un fusil norteamericano M-16.
El hallazgo y la injuria eran obra de Patricia Bernardi, una joven argentina experta en antropología forense. Bernardi había sido destinada, en octubre de 1992, a la investigación del caso de El Mozote, un caserío en el norte del departamento de Morazán en donde la Fuerza Armada salvadoreña había masacrado a unas ochocientas personas en diciembre de 1981, durante un operativo militar de gran envergadura.
Al ver el juguete, Mercedes Doretti, colega de Bernardi en el Equipo Argentino de Arqueología Forense, reflexionó: "Normalmente, podríamos utilizar esto para identificar a la víctima. Aún después de once años, cualquier madre podría reconocer que esto perteneció a su hijo. Pero aquí también mataron a todas las madres". Según los rumores, los supervivientes de El Mozote y de los caseríos de los alrededores no alcanzaban ni la media docena.
A pesar de que habían transcurrido once años desde la masacre, era la primera averiguación oficial que se realizaba. Las denuncias públicas del hecho fueron desmentidas una y otra vez; y tanto la Fuerza Armada como los gobiernos que habían presidido durante la guerra pusieron trabas para que se iniciara un proceso judicial.
Pero el caso dio un giro radical cuando, el 26 de octubre de 1990, un campesino llamado Pedro Chicas Romero puso una denuncia penal y abrió un proceso formal en el Juzgado de Primera Instancia de San Francisco Gotera. Pedro Chicas había sido uno de los supervivientes y estaba dispuesto a llevar a la justicia a los culpables de asesinar a toda su familia y a sus vecinos.
La investigación del proceso que inició Pedro Chicas comenzó a avanzar más rápidamente por instancias de las Naciones Unidas y de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador, con el objetivo de terminar las pesquisas necesarias para publicar el Informe de la Comisión de la Verdad, un polémico documento cuya realización fue acordada por las dos partes durante la firma de los Acuerdos de Paz. El Equipo Argentino de Arqueología Forense, que también estaba respaldado por dos prestigiosos forenses, uno español y otro estadounidense, se había traído como una medida de precaución para que no se destruyeran pruebas. Según María Julia Hernández, directora de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado y una de las personas más interesadas en saber lo que realmente pasó en El Mozote, las injerencias y los inconvenientes que habían mostrado las instituciones gubernamentales y la Fuerza Armada fue "espantosa".
El olor de la verdad
Después de que los forenses argentinos descubrieran 141 cadáveres durante la primera etapa de exhumación, en lo que fue la ermita Santa Catarina de El Mozote, el periodista norteamericano Raymond Bonner rompió a llorar. El llanto no fue porque conocía a las víctimas, sino porque el tiempo le ayudó a demostrar que él estaba en lo cierto.
Bonner, un corresponsal del New York Times asignado a Centroamérica, fue el primer periodista en reportar en el extranjero lo sucedido en El Mozote. La nota fue publicada en el periódico estadounidense el 27 de enero de 1982, un mes y medio después de la masacre. El trabajo de Bonner se divulgó tan sólo cinco días antes de que se decidiera la aprobación de un nuevo aumento en la ayuda estadounidense al gobierno salvadoreño, desencadenando un torbellino en el seno político norteamericano y salvadoreño.
La polémica se desató porque el congreso estadounidense había condicionado la ayuda a cambio de que el gobierno salvadoreño se comprometiera a respetar los derechos humanos. Al instante, el Departamento de Estado negó que tal situación se hubiera dado y mucho menos que los militares salvadoreños tuvieran alguna participación e inició una campaña en contra de Bonner. La presión del gobierno republicano llegó a tal grado que el New York Times aceptó trasladar a su corresponsal de Centroamérica hacia otra zona. El periodista que había logrado llegar hasta el lugar del crimen apenas un mes después y que logró ver decenas de cadáveres diseminados por los alrededores había perdido la batalla: su verdad fue transformada en una aberrante mentira por el poderoso aparato estatal estadounidense.
Pero un segundo reportaje apareció, esta vez en el Washington Post, otro importante periódico, obra de la periodista Alma Guillermoprieto, y confirmó todo lo que Bonner había documentado: una masacre de grandes proporciones se había llevado a cabo en un pequeño caserío en la zona norte de Morazán y los pocos supervivientes aseguraban que la única responsable era la Fuerza Armada salvadoreña. Guillermoprieto también había llegado hasta el sitio del crimen y era testigo. La carnicería, el número de cadáveres al descubierto y las pruebas de la violencia con las que se asesinó, habían llegado a tal grado que Guillermoprieto entró en una crisis nerviosa.
Pero los dos reportajes sobre la matanza y su magnitud no hicieron eco y, un día después de su publicación, la Embajada Norteamericana en Washington envió un documento al Congreso certificando que "el gobierno de El Salvador está comprometido con el respeto de los derechos humanos". Cuatro días después, el aumento del presupuesto de la ayuda económica y militar era aprobado.
La víspera de un día absurdo
El 10 de diciembre de 1981 fue un día muy agitado para los militares. En la base aérea de Ilopango se había concentrado la totalidad del Alto Mando del ejército salvadoreño para celebrar el Día de la Aviación Militar y para graduar a 18 nuevos pilotos. El acto era presidido por los miembros de la Tercera Junta Revolucionaria de Gobierno, incluyendo los que pertenecían a la Democracia Cristiana. Pero a 160 kilómetros de ahí, en la zona norte del Departamento de Morazán, las tropas del batallón Atlacatl realizaban una operación de "limpieza" en los cantones o caseríos de La Guacamaya, Cerro Pando, Los Toriles, Jocote Amarrillo, La Joya y El Mozote.
Mientras que los 18 nuevos pilotos eran encomendados a la protección divina de la Virgen de Loreto, patrona de los aviadores, los oficiales que estaban a cargo del operativo en Morazán daban la orden a sus tropas de decomisar y destruir todas las biblias, crucifijos y afiches religiosos. Una extraña contradicción teológica, pero no militar, porque, un día antes, los periódicos salvadoreños habían publicado que el ejército salvadoreño desarrollaría la llamada "Operación Rescate", con el fin de expulsar a los "insurgentes y marxistas del departamento de Morazán".
La parte norte del departamento de Morazán era considera como la principal "zona roja" del país, es decir, el sitio con mayor concentración y control por parte de la milicia guerrillera del FMLN. La idea de despojar a los campesinos de sus crucifijos y biblias venía de la teoría militar de que el apoyo de la población civil a los insurgentes se debía, en gran parte, a la penetración de la Teología de la Liberación como labor de algunos sacerdotes católicos.
El Mozote era un lugar singular. Ahí los católicos eran minoría, al contrario de todos los caseríos y cantones de los alrededores, y la Teología de la Liberación no había tenido gran impacto. Además, sus relaciones con la Fuerza Armada siempre habían sido estables porque no eran colaboradores de la guerrilla. Licho (alias), uno de comandantes guerrilleros destacado en la zona norte de Morazán, afirmó que la "gente de El Mozote nos temía".
El Mozote contaba con unos trescientos habitantes, pero muchos otros moradores de caseríos más pequeños habían llegado a refugiarse ahí por temor a morir en fuego cruzado o para no ser ejecutados por los soldados si los llegaban a confundir con guerrilleros. La Operación Rescate había sido planeada desde hace mucho tiempo y era de gran envergadura; y las fuerzas rebeldes no estaban dispuestas a irse de manera fácil de su principal bastión: los combates iban a ser duros y recios. Los campesinos sabían eso y tenían miedo, por eso decenas de ellos y sus familias se habían refugiado en El Mozote, porque lo consideraban un sitio seguro: la guerrilla estaba ocupada en preparar una huida estratégica y era casi absurdo que en ese lugar tuvieran problemas con los militares. Pero lo absurdo comenzó a convertirse en realidad cuando un avión dejó caer dos poderosas bombas en la escuela del caserío.
Rufina oyó el llanto de sus hijos
El Atlacatl era el mejor batallón del Ejército Salvadoreño a principios de la década de los 80. Estaba especialmente diseñado para cercar y aniquilar a las fuerzas armadas izquierdistas, sus hombres estaban mejor preparados y salían de la categoría de simples reclutas. El adjetivo calificativo de "las fuerzas especiales entrenadas por los Estados Unidos" lo acompañaba siempre que aparecía en los periódicos. Pero no era la única tropa élite que había entrenado Estados Unidos. También lo había sido el Belloso. Pero el Atlacatl tenía algo que el Belloso ni siquiera aspiraba a soñar: estaba al mando del Coronel Domingo Monterrosa, posiblemente el militar salvadoreño más brillante en el campo de batalla que ha existido, y uno de los más crueles.
Monterrosa había planeado el operativo que buscaba expulsar a los guerrilleros de la parte norte de Morazán y recuperar el control de la zona. Él mismo le había dado el nombre: Operación Rescate. La enorme maniobra militar tenía también otro objetivo muy claro, que era eliminar a los integrantes de la clandestina Radio Venceremos, definida por Monterrosa como "un alacrán en el culo".
No estaba solo en la Operación Rescate. Lo respaldaba por el coronel Jaime Flores Grijalva, Comandante de la Tercera Brigada de Infantería y que tenía a cargo la supervisión del operativo; por el Mayor Natividad de Jesús Cabrera y el Mayor José Armando Azmitia.
El batallón Atlacatl ya era conocido en Morazán, pero su reputación entre los habitantes rayaba en lo cómico, al contrario de lo que sucedía en los periódicos y con la embajada norteamericana. Ocho meses antes, en el municipio de Arambala, la primera fuerza élite del batallón Atlacatl había sido derrotada por una sección de guerrilleros dirigidos por Mena Sandoval, un capitán que había desertado del ejército. La derrota militar del flamante batallón en su primera batalla y a manos de un traidor le había valido innumerables bromas de parte de otros oficiales del ejército y de los divertidos campesinos de los alrededores: la denominación BIRI que antecedía al Atlacatl y que significa Batallón de Infantería de Reacción Inmediata se transformó durante los sarcasmos en Batallón de Infantería de Retirada Inmediata. Monterrosa, que llamaba cariñosamente a sus tropas como "mis angelitos de la muerte", no había olvidado la afrenta.
Pero Rufina Amaya no sabía nada de esas frustraciones y odios, y jamás se imaginó que su familia y sus vecinos pagarían por la ofensa.
Rufina había nacido y crecido en El Mozote. Estaba casada con Domingo Claros, otro habitante de El Mozote, y había procreado cuatro hijos. El destino la llevaría a convertirse en una de las pocos supervivientes del caserío y testigo clave de la masacre. Su relato fue parte principal de las publicaciones de Bonner y Guillermoprieto en los periódicos estadounidenses y, con el paso del tiempo, ha sido la principal fuente de información para los estudios que ha realizado las misiones de Naciones Unidas y de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado.
Un día antes de la llegada de los militares, Marcos Díaz, el dueño de la única tienda del lugar y el hombre más rico de El Mozote, había convocado a la mayoría de los pobladores del caserío para comunicarles que había tenido un encuentro con un oficial del ejército. Según Díaz, el oficial le confió que lanzarían un gran operativo militar para despejar de guerrilleros la zona norte de Morazán y que, además, le había prometido que los habitantes de El Mozote no tenían nada que temer mientras se encontraran en su casa. Rufina recuerda que "un montón de gente quería dejar el caserío, es que había un gran miedo... pero la mayoría de gente aceptó lo que él les aseguraba, porque, si dejaban el caserío, caían en el riesgo de ser atrapados durante el operativo.
Según el Informe de la Comisión de la Verdad y por relatos de Rufina, el batallón Atlacatl entró en la tarde del 10 del diciembre al caserío y obligó a todos los habitantes a que salieran de sus casas y que se formaran en filas en la pequeña plaza del lugar. A la medianoche, se le ordenó a todos que regresaran a sus casas.
El Mozote estaba atestado de gente, pues por el temor del operativo muchos otros moradores habían llegado a refugiarse. En total, se calcula que habían entre seiscientas y ochocientas personas, la mayoría niños.
En la madrugada del 11 de diciembre, los soldados comenzaron a golpear furiosamente las puertas y sacaron a la gente a la calle, formaron grupos de hombres, mujeres y niños. Los hombres fueron llevados a la iglesia y las mujeres y los niños fueron encerrados en una casa. Mientras se encontraban prisioneros, un helicóptero aterrizó en la plaza. Transportaba a los colaboradores de Monterrosa: Grijalva, Azmitia y Cabrera Cáceres. En ese momento, los habitantes del Mozote comprendieron que lo que sucedía no era un simple exceso de los soldados, sino que su captura había sido planificada y avalada por un importante sector entre los oficiales que prepararon el operativo.
Poco después, el helicóptero despegó y los gritos de muerte comenzaron a resonar. En grupos de cinco y vendados y amarrados de manos, los hombres eran sacados de la iglesia y fusilados. Los pocos que quedaban agonizando eran brutalmente decapitados con golpes de machete en la nuca. "A las doce del mediodía ya habían terminado de matar a todos los hombres", recuerda Rufina. Domingo Claros, el esposo de Rufina, fue uno de los primeros en morir. "Iba en uno de los primeros grupos, pero comenzó a forcejear y le dispararon. Estaba vivo, un soldado se acercó y con un machete lo degolló".
Las mujeres no corrieron mejor suerte, excepto una: Rufina. Los soldados entraron a la fuerza en la pequeña casa y comenzaron a seleccionar a las mujeres más jóvenes. La mayoría de madres se opuso, pero fueron sometidas con golpes de culata de fusil o a patadas. Algunas, para horror de los niños y las mujeres, fueron asesinadas en el mismo lugar. Las jóvenes fueron llevadas a las afueras del caserío para ser violadas. Un testigo que ha permanecido en el anonimato durante todo el proceso de investigación, un hombre obligado a servir como guía por los oficiales del Atlacatl, reconoció que las adolescentes fueron violadas durante todo ese día. "Los soldados hablaban sobre las violaciones. Contaban y bromeaban sobre lo mucho que les habían gustado las niñas de doce años". Después de violarlas, los soldados las mataban a tiros o las decapitaban.
Las mujeres fueron asesinadas con el mismo método practicado a los hombres: se les transportaba en grupos de cinco y se les fusilaba; posteriormente se decapitaban los cadáveres o a las agonizantes. En el penúltimo grupo iba Rufina, pero dos de las mujeres que iban con ella armaron una trifulca, pidiendo a gritos por su vida y tratando de huir. Rufina aprovechó la confusión y escapó. Permaneció toda la noche escondida y pudo ver cómo los soldados terminaban de matar a las mujeres y a todos los niños, incluso a los recién nacidos. Después permaneció escondida ocho días en una cueva cercana a El Mozote, hasta que fue hallada por un tropa de guerrilleros que la recogió, le dio atención médica y la transportó a un campo de refugiados. Antes de que Rufina se marchara, el equipo de prensa de la clandestina Radio Venceremos la entrevistó y el 24 de diciembre publicó la noticia de la masacre. La Junta de Gobierno y la Embajada de Estados Unidos declararon que el informe "era propaganda izquierdista" y que "provenía de fuentes consideradas no confiables". La voz de Rufina sería permanentemente acallada durante once años más.
Angelitos de la Muerte y angelitos muertos
"Este es un operativo de Tierra Arrasada y tenemos que matar a los niños también", fue la decisiva respuesta de uno de los oficiales a cargo. Según el hombre que fue obligado a servir de guía, muchos soldados no querían matar a los niños porque les tenían lástima. Uno de los soldados había protestado diciendo: "La orden que traemos es que de esta gente no vamos a dejar a nadie porque son colaboradores de la guerrilla, pero yo no quisiera matar niños".
Pero de nada sirvió ese tímido intento de compasión: para demostrar qué era lo que se debía hacer, un capitán tomó a un niño de pocos años y le disparó. Otros siguieron su ejemplo y un oficial atravesó a otro infante con un puñal y después lo degolló. La masacre de los angelitos había comenzado.
Los niños estaban histéricos. Sus madres habían sido asesinadas y ellos se encontraban encerrados, llorando y suplicando, viendo cómo algunos de compañeros de juego eran asesinados. Un pequeño grupo de soldados se colocó en la puerta y la ventana de la habitación y vació los fusiles M-16 en el grupo de niños que se había arrinconado en una esquina, en un vano intento de escapar de la muerte. Después los soldados lanzaron un par de granadas de mano y le prendieron fuego a la habitación. Si uno de los niños sobrevivió a las balas y a las explosiones, murió carbonizado por el incendio. El informe de los forenses argentinos reveló que en esa habitación murieron más de 120 niños menores de 12 años. Rufina escuchó el llanto y, según ella, pudo reconocer los gritos de sus hijos cuando los masacraban.
El batallón Atlacatl había practicado a la perfección en El Mozote la "Táctica de la Tierra Arrasada", que consiste en asesinar a todo ser viviente, incluyendo gallinas, perros y cerdos, y destruir todo vestigio de construcción. El objetivo es quitarle el "agua al pez", como los mismos militares reconocen. "El Mozote estaba en una zona controlada en un cien por ciento por la guerrilla. Cuando tú tratás de secar esas zonas, sabés que no vas a poder trabajar con población de ese lugar. Allí nunca vas a tener una base permanente, por eso simplemente decides matar a todos. Se hace más por frustración que por cualquier otra razón", reflexionó uno de los asesores del Batallón Atlacatl. Lo cierto es que los Angelitos de la Muerte de Monterrosa hicieron honor a su nombre en esas vísperas de navidad.
Masacre a investigación
"Hemos tenido muchos enemigos... no sólo no están interesados en que se sepa la verdad, sino que están interesados en que esa verdad no se descubra", explicó María Julia de Hernández, la directora de Tutela Legal. Según Hernández, las instituciones gubernamentales han obstaculizado el trabajo de investigación y han refutado las pruebas que han presentado.
Una parte crucial de la investigación ha sido la pregunta de cómo murió la gente encontrada en El Mozote. Los datos concluyentes del equipo forense de antropólogos argentinos desmienten muchas versiones de los militares. Por ejemplo, la Fuerza Armada, después de admitir que sí hubo considerables muertes de víctimas civiles, tras la publicación del Informe de la Comisión de la Verdad, propuso la tesis de que la muerte de los pobladores de El Mozote se produjo en una situación de fuego cruzado entre la guerrilla y los soldados que participaban en el operativo militar. Pero el informe de balística efectuado en la habitación donde murieron los niños y sus alrededores determinó que se habían encontrado 263 casquillos de bala provenientes de 24 armas diferentes y, de esos disparos efectuados, 240 proyectiles habían impactado en los cuerpos de los niños. Un porcentaje de acierto demasiado alto para una situación de fuego cruzado. Además, los casquillos fueron encontrados sólo en dos lugares, cerca de la ventana y de la puerta. Es decir, fueron ametrallados a corta distancia. La única posibilidad es que los niños murieron arrinconados en una esquina de la habitación, mientras les disparaban desde esos dos lugares, porque los únicos impactos de bala que se hallaron estaban en el piso y en el lado interior de las paredes y ninguno en la parte exterior.
Cuando se supo que la mayoría de cadáveres correspondía a niños, Juan Mateu Llort, director del Instituto de Medicina Legal, declaró que "ese era un cementerio guerrillero", porque en la "guerrilla andaban un montón de niños". Pero según el equipo argentino, varias decenas de cadáveres corresponden a niños muy pequeños, entre ocho meses y cuatro años. Una edad imposible para cargar un arma y pertenecer a una milicia.
La conclusión de los forenses, de que los niños de El Mozote no murieron durante un enfrentamiento sino que fueron fusilados a corta distancia, se ve respaldada por otras pruebas: se halló la trayectoria de nueve proyectiles que atravesaron a su víctima y después se incrustaron en el suelo. Es decir, los hombres se vieron obligados a disparar hacia abajo, en diagonal, debido a la corta distancia que los separaba de sus blancos y a la baja estatura de los niños. No se descarta que más de algún soldado se paró sobre su pequeña víctima y disparó directamente encima de ella.
El Mozote es hoy un pueblo fantasma y los aterradores recuerdos en la mente de los pocos sobrevivientes. La investigación y las exhumaciones continúan, más con el objetivo de identificar a las víctimas que de iniciar un juicio. Los encargados están conscientes de que la Ley de Amnistía, aprobada por unanimidad en 1992, exime a los responsables de cualquier crimen cometido en el contexto de guerra, aún de uno en el que se asesina a ochocientos inocentes.
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