La bestia de los migrantes
Texto: Óscar Martínez/Fotografías: Eduardo Soteras |
Publicada el 27 de abril de 2009 - El Faro |
El potente pitido suena en la oscuridad. Profundo, prolongado. La bestia ha llegado. Un toque. Dos toques. La llamada imperativa del viaje. Los que están dispuestos tienen que seguirla ahora. Esta noche, unas 100 personas lo hacen. Se levantan de su sueño, se sacuden el cansancio acumulado en varios días, encajan en sus hombros las mochilas, cargan las botellas de agua y caminan otra vez hacia el inicio de un mortal recorrido.
Las siluetas del grupo de los fuertes se distinguen entre el montón de sombras que recorren las vías del tren. Son 30 contornos masculinos. Perfiles de guerreros. Desde sus manos, como extensiones del cuerpo, se dibujan troncos y varas de hierro de hasta dos metros. No están dispuestos a ceder en caso de que asaltantes del camino hagan su abordaje. Saben que entre ellos mismos, migrantes centroamericanos, pueden ir ya esos piratas de las vías, listos para atacar en la oscuridad selvática del recorrido entre Ixtepec y Medias Aguas. Entre los estados mexicanos de Oaxaca y Veracruz.
Parlamentan en las vías, mientras la locomotora ordena en un solo carril los 28 vagones que están a punto de salir. La consigna es unánime: “Si es necesario, pelearemos”. La mayoría de las cajas de acero están alineadas. Sin embargo, aún hay algunos vagones en otra de las líneas férreas. Es momento de incertidumbre. Las cien sombras giran la cabeza de lado a lado, intentando leer los movimientos. Se apresuran a lo largo de la vía y luego vuelven. Es necesario tomar una decisión, antes de que las máquinas jalen la carga y los polizones que van hacia el norte tengan que abordarla en marcha.
En medio de las dos líneas de cajones, el grupo de 30 hombres elige su territorio. La línea de la izquierda. Uno a uno, suben por la escalerilla lateral y se posan en el techo del tren de mercancías. El vagón es suyo. Esos 20 metros serán su nido durante seis horas de viaje. De sus parrillas se aferrarán durante todo el recorrido, para no caer y ser tragados por las ruedas de acero de la bestia, como le llaman en estos caminos del indocumentado. Ese espacio es el que defenderán. Por eso, destierran a un joven moreno, salvadoreño, de unos 17 años. Durante algunas horas del día, en el albergue para migrantes, a la orilla de las vías, el muchacho habló con un pandillero deportado que volvía a Estados Unidos y que, aislado del resto, fumó marihuana gran parte de la tarde. Tienen desconfianza y prefieren no arriesgarse. “Vos no venís con nosotros”, le dice uno de ellos a manera de orden. El joven, ante la mirada de todo el grupo, decide seguir buscando su lugar.
En este vagón, con el grupo de salvadoreños, nicaragüenses, guatemaltecos y hondureños que se han juntado en el camino, nos acomodamos con Eduardo Soteras, fotógrafo.
Las pocas mujeres que abordan el sólido gusano se acomodan en los balcones que hay entre vagón y vagón. Algunos de ellos, los menos, tienen plataforma abajo. El resto, solo unas vigas metálicas sobre las que los migrantes tendrán que hacer equilibrios. Pero viajando ahí se salvan de tener que esquivar los cables y ramas que se entrometen en el camino de los que van arriba. También evitan las corrientes de viento que harán tiritar a los muchos que se lanzan sin abrigo.
Arriba se acomodan los 30 albañiles, fontaneros, electricistas, agricultores, carpinteros y jardineros convertidos en guerreros por un viaje que se ha cobrado un número no registrado de vidas.
La locomotora echa a andar. Jala los 28 vagones. El golpe seco empieza desde la cabeza y resuena hasta la cola. Un efecto dominó. Tac, tac, tac. Vagón por vagón es tirado por la potente máquina, mientras todos los migrantes se aferran a las parrillas metálicas de unos techos que no ofrecen otra opción para asirse.
Muchos han sido mutilados en este primer movimiento, cuando ignorantes de las reglas de la bestia han apoyado su pie entre la juntura de los vagones: dos barras ensambladas una dentro de otra, con amortiguación para cuando el tren frena o jala. Las muelas les llaman. Ahí, entre el traqueteo del efecto dominó, el tren les ha triturado la extremidad como martillo a una nuez.
A pesar de ello, este tramo ofrece una ventaja invaluable: la bestia se monta mientras está detenida. En otros puntos como Lechería, Tenosique, Orizaba o San Luis Potosí, el tren hay que agarrarlo en marcha porque los famosos garroteros -guardias privados de las compañías ferroviarias- impiden el paso a las estaciones, y los migrantes tienen que acechar su transporte más adelante.
En un viaje, Wilber, un veinteañero hondureño que guiaba a indocumentados por México, me dio un curso básico de cómo treparse al tren cuando ya está en marcha:
-“Primero lo medís. Dejás que las manijas de los vagones te golpeen la mano, para ver qué tan rápido va, porque esto hay que sentirlo, no solo verlo. Engaña. Si te creés capaz, corrés unos 20 metros para tomarle el ritmo, agarrado de una manija. Cuando ya le tengás el pulso, te dejás ir con los brazos. Te levantás con los puros brazos, para alejar las piernas de las ruedas, y apoyás en las gradas la pierna que tengás del lado del tren, para que tu cuerpo se vaya contra el vagón y no te desbarajuste”.
Cuando lo intenté en aquella ocasión, cometí el error básico de los migrantes que han sido mutilados en este arranque: olvidé el detalle de la pierna, y metí a la escalera la contraria. El tren me arrastró varios metros, porque el cuerpo pierde su punto de equilibrio. Estás sostenido del agarradero con el brazo izquierdo y, más abajo, tu pie derecho se apoya en la grada, mientras el resto de tu cuerpo queda maniatado por ese nudo de extremidades. Por suerte, algunos se bajaron a desentramparme.
Sin embargo, para Wilber, esos viajeros que quedan mutilados tan pronto en el viaje “tienen suerte”, porque el tren va lento, y pueden tomar una decisión:
-“Yo vi cómo a uno el tren le pasó encima de la pierna, porque no pudo agarrarlo cuando ya iba corriendo. Pero como no iba tan rápido, le dio tiempo de verse la pierna cortada y de meter la cabeza abajo de la siguiente rueda. Pues sí, si iba a buscar un trabajo allá arriba es porque no ganaba bien abajo, y ya sin una pierna, ¿qué iba a hacer?”
¿Por qué no dejarlos subir mientras la locomotora no arranca? ¿Por qué, si se sabe que de todas formas subirán, obligarlos a abordar el gusano en movimiento? Es una pregunta que ninguno de los jefes de las siete empresas de ferrocarriles contestará. No dan entrevistas, y si se logra hablar con ellos por teléfono, cuelgan cuando se enteran de que se pretende conversar sobre migrantes.
El viaje inicia. La poca luz de los dos reflectores de las vías de Ciudad Ixtepec, en el sur de este país, desaparece mientras nos internamos en un paraje de llanos iluminados solo por el resplandor amarillento y suave de una luna llena y gorda.
Este es el transporte de los migrantes de tercera, los que viajan sin coyote y sin dinero para autobuses. Ellos repetirán al menos ocho veces esta dinámica de abordaje. Dormirán en las vías en varios puntos, esperando que aquel pitido no se les escape y les haga pasar una noche, dos o tres a la espera del siguiente. Recorrerán más de 5,000 kilómetros bajo estas condiciones. Esta es la bestia, la serpiente, la máquina, el monstruo. El tren. Rodeado de leyendas y de historias de sangre. Algunos, supersticiosos, cuentan que es un invento del diablo. Otros dicen que los chirridos que desparrama al avanzar son voces de niños, mujeres y hombres que perdieron la vida bajo sus ruedas. Acero contra acero. Una vez escuché una frase en uno de estos viajes nocturnos: “Este es primo hermano del río Bravo, porque la misma sangre tienen, sangre centroamericana”.
El tren es todo un código que descifrar. ¿Qué vagones van a salir? ¿Cuál es la máquina que va para Medias Aguas y cuál la que regresa a Arriaga? ¿En cuánto tiempo sale? ¿Cómo evitar a los maquinistas? Ante un asalto, ¿es mejor ir en los vagones de en medio o en los de atrás? ¿Qué sonido indica: ¡agarrate!? ¿Cuándo bajar? ¿Qué hacer si el sueño te vence y necesitás dormir? ¿De dónde te tenés que amarrar? ¿Qué indica que un asalto ha empezado?
De Ixtepec a Medias Aguas hay 200 kilómetros que el tren hace en seis horas como mínimo, pues curvea las carreteras, se aleja de ellas para pasar por escenarios desolados. Ahí, en medio de esa sabana veracruzana, recarga cemento o más vagones. De eso, del tiempo que pare en esos sitios, dependerá si el trayecto será de las seis horas habituales o si se excederá hasta dos días antes de llegar a ese otro punto: Medias Aguas. A pesar de ello, este recorrido es entendido como intermedio. Los recorridos cortos son de unas tres horas y los largos de más de diez.
Allá arriba, mientras todo se contonea, es el mejor momento para conversar con un migrante. Te reconoce como igual. Estás en su territorio y es tu colega si has hecho un pacto de solidaridad con él. Compartir cigarrillos, agua, comida o firmar un acuerdo para atacar en caso de necesidad. Ese pacto terminará cuando el tren se detenga en su siguiente punto, y ahí es donde se tiene que decidir si se renueva o no.
Conversar es la mejor forma de no dormirse y no convertirse en un personaje más de las anécdotas del camino que hablan de mutilados tirados en campos oscuros y solitarios, esperando por auxilio mientras se desangran de los muñones que el tren les dejó.
La mordida de la bestia
Jaime Arriaga espera hoy la llegada del tren. Es un hondureño humilde. Tiene 37 años y es el clásico campesino que se fue con un sueño muy diferente al del joven migrante que busca un carro, ropa diferente, una vida diferente, donde pueda darse algún lujo, y parecerse a su primo que regresó vestido con una camiseta de Los Angeles Lakers. Jaime salió en enero de este año de su humilde aldea en la costa norte hondureña y en su mente solo traía una imagen: su humilde casa, en su humilde aldea, rodeada de dos manzanas de sembradillo de maíz, arroz y frijol.
Va por el segundo intento. La primera vez pasó dos años en Estados Unidos. Ahorró. Logró construir su casa de cemento y teja que le costó $17,000. Regresó para quedarse. Ya tenía lo que quería: su casa en su aldea y sus cultivos. Pero seis meses le duró la inversión de dos años: “Un huracán, una tormenta de esas que siempre caen en esa parte de Honduras me destruyó todo”. Todo: la casa y la milpa.
Y entonces, como la primera vez, Jaime volvió a empacar un poco de ropa y algunos dólares, y se despidió de su mujer:
-“Ya sabés que la única manera de volver a lograr lo que he perdido es en Estados Unidos”.
Pero antes de llegar a Estados Unidos está este camino, todo México, que generalmente arrebata más de lo que ya se ha perdido. Esta tarde, en el patio de la casa de Alejandro Solalinde, el fundador del albergue de Ixtepec, Jaime habla bajo un árbol de mango, sentado en una silla de plástico y con uno de sus pies apoyado en la tierra. Su otra pierna no termina en pie. Termina en muñón. Carne blanda que aún cura. Su otro pie, el derecho, se lo arrancó el tren el 16 de enero.
A Jaime lo venció la desesperación. Quería seguir avanzando. Volver a ver florecer su milpa lo antes posible. La bestia es experta devoradora de impacientes. Estaba cansado, había dormido poco y acababa de llegar de Arriaga tras 11 horas de tren. Con el cansancio cerrándole los ojos, se subió en la máquina que salió hacia Medias Aguas y que solo arrastraba cajones. Ni un vagón bueno. Una combinación mortal.
Los cajones son literalmente eso, cajas rectangulares de acero sin balcones entre vagón y vagón, sin parrillas arriba en las que meter los dedos para sostenerse. En medio de cada cajón solo están las muelas del tren y una pequeña barra de hierro sobre la que los impacientes se paran y se sostienen como crucificados de la pared del cajón. El suelo discurre abajo, a pocos centímetros de los pies de los que viajan en esas junturas. El recorrido es de seis horas. Seis horas en cruz, aguantando, apretando los dedos. El tren llega a alcanzar los 70 kilómetros por hora. A veces en curvas. Pero no como en un carro. Esa velocidad es diferente en el tren. Es un gusano sólido de hasta más de un kilómetro de largo que se retuerce y contonea mientras avanza y chilla. Una máquina imponente.
En ese trayecto, Jaime habló con su primo y los otros dos nicaragüenses que lo acompañaban en aquel vía crucis. Hizo algo de ejercicio de brazos para intentar despertarse. Y casi lo logra. “Un minuto cerré los ojos”, cuenta. Más bien se le cerraron. El cansancio del migrante, tras varios días caminando para rodear casetas de carretera hasta llegar a Arriaga y un tren de 11 horas bajo el inclemente sol chiapaneco hasta llegar a Ixtepec es mucho cansancio. Mucho sueño. Un viaje donde se descansa poco y mal. No se duerme bien en las noches en el monte durante las paradas en las caminatas. Un ojo está cerrado y el otro medio abierto, escrutando la oscuridad.
Cuando despertó, Jaime se sintió cayendo. En ese momento, dice, la vida se ralentizó. Él flotando en el aire. Él dándose cuenta de que iba directo hacia las vías. Él y sus rezos: “Dios mío, guárdame”. Y luego, todo volvió a ser ruido y velocidad. Quedó pegado como esparadrapo al suelo. La bestia es colosal. Rompe el aire, crea corrientes cuando pasa, y esa corriente hizo que Jaime quedara pegado a los soportes de cemento de las vías, con la cabeza a centímetros de las ruedas de acero.
-“Solo escuchaba: riiin, riiin, riiin, cómo pasaba el tren. Casi me quedo sordo”.
Cuando la mayor parte de vagones pasaron reventando los tímpanos de Jaime, se creó una corriente diferente que lo despegó de los soportes y lo hizo levantarse como una pluma que flotó durante unos segundos hasta ser tragada por el efecto de vacío e introducida a las vías. Entonces, el último vagón le pasó por encima a su pierna derecha, y luego la cola de aire de la máquina lo escupió hacia el monte, tal como se lo había tragado. A 70 kilómetros por hora.
“Yo sentía que estaba bueno. No sentía dolor”, recuerda. La historia se repite en todos los migrantes mutilados con los que he hablado. Al principio no duele. Luego, antes o después, el dolor hará que se te contraigan los músculos del rostro y un repentino e intenso calor invadirá tu cuerpo hasta hacerte sentir que la cabeza va a explotar por una presión interna.
Jaime sintió que algo le faltaba cuando intentó pararse. Su pierna se dobló y él volvió a caer. Estaba mutilado. Su pierna terminaba en huesos estrujados y pellejos colgando que aún sostenían su pie amoratado, casi por caerse. Quiso salir del monte ayudándose de unos palos, pero esas hilachas de piel se enredaban con la maleza y lo retenían. Sacó su navaja y se terminó de separar lo que el tren le había mascado. Arrancó un harapo del pantalón que se había molido con su carne, y se hizo un torniquete.
Logró caminar una hora siguiendo las vías. “No sentía dolor”. Cuando ya no tenía fuerzas de caminar y se sentía mareado, había logrado llegar hasta un punto donde una callejuela de tierra cortaba las vías. Ahí quedó tirado durante diez horas. Escuchando y viendo, sin poder moverse. Solo. El tren atraviesa montes, corta llanos, bordea pueblos. Si alguien se cae del tren, sobre todo en tramos rápidos como este entre Ixtepec y Medias Aguas, nadie se lanzará a socorrerlo. Logrará salir de ahí si lo logra. Así de sencillo. Si no, morirá lentamente, desangrándose, y nadie más volverá a saber de él. Ninguna estadística lo incluirá y será considerado un migrante desaparecido si un familiar pregunta por él al consulado de su país.
A las cuatro de la tarde, Jaime estaba rodeado de zopilotes que esperaban por un pedazo de carne. Fue entonces cuando un pick up se detuvo. Tres hombres bajaron. Jaime escuchó a un cuarto, que se excusó: “Yo no voy, padezco del corazón, y si lo veo capaz que me muero primero que él, porque está vivo”.
Lo llevaron al hospital, lo sedaron, lo amputaron hasta la rodilla. Cuando despertó, alucinaba. “Le veía unos ganchos en la cabeza a la enfermera, como si fuera el demonio”. El dolor llegó esa noche. Jaime soñó que jugaba fútbol, que pateaba una pelota con el pie que ya no tenía. Su cuerpo dormido hizo el movimiento y Jaime se despertó en medio de un intenso dolor, de un calor que le recorría el cuerpo desde el muñón recientemente cosido, del que brotaba sangre. El grito fue tan estruendoso que varias enfermeras llegaron corriendo al cuarto.
-“Que descansen -dice Jaime a modo de consejo para los que viajan como él, cuando la conversación termina a la sombra de un árbol de mango-. El tren nunca se arruina. Estados Unidos no se va. Es mejor llegar tarde que nunca llegar”.
La tensión del viaje
El tren ha parado en La Cementera, una sucursal de la empresa de concreto Cruz Azul incrustrada en esta zona selvática. La máquina despega vagones y se cambia de carril para recoger otros que luego alineará en la columna de acero. Es momento de hacer guardia. Los hombres del vagón se levantan y fijan sus ojos en las veredas que circundan el tren.
Los asaltantes del camino se incorporan entre los polizones cuando la máquina hace paradas o los maquinistas, a veces de acuerdo con estos piratas, bajan la velocidad de las locomotoras para que puedan trepar. En este vagón, los hombres levantan sus varas y palos. Los dejan a la vista, para que se sepa que si hay asalto habrá respuesta. Un guatemalteco indígena sujeta la rama que lleva como si fuera un fusil, y apunta a la oscuridad. La silueta engaña.
El grupo divisa una algarabía lejana. En los vagones de atrás se ve movimiento, y una lámpara que se enciende y se apaga, cada vez más cerca de nuestro territorio.
La señal clara de que hay asalto en la noche, me dijo una vez un migrante, es cuando la luz de una linterna se mueve sobre los techos. En una ocasión, mientras hacía este mismo recorrido, ocurrió eso: a lo lejos, se veía una bola luminosa rompiendo la oscuridad, la circunferencia resplandesciente de la linterna flotando sobre el tren. Avanzaba y desaparecía entre los vagones. Seguramente cuando los asaltantes bajaban a los balcones a recoger el dinero. Luego, el circulito volvía a emerger y avanzar. Esa vez, logramos librarnos gracias al ingenio de un migrante que recomendó a los dos fotógrafos que venían en el vagón que encendieran todas sus luces, incluyendo un reflector portátil, de un solo golpe y apuntando hacia los asaltantes. Así fue. El circulo luminoso dejó de avanzar. Se quedó inmóvil unos minutos y luego, en una parte de baja velocidad, lo vimos saltar del tren y perderse entre los árboles.
Los asaltantes del tren, salvo cuando han ocurrido abordajes específicos para secuestrar mujeres, y se trata del crimen organizado, son delincuentes comunes, habitantes de rancherías cercanas a las vías. Amigos del pueblo, débilmente armados con un revólver .38 y machetes generalmente. Pero también son asaltantes despiadados, sabedores de que allá arriba, si los migrantes se oponen, se trata de matar o morir. De lanzar o ser lanzado a las vías.
La guardia se monta rápido. Un guatemalteco vigila la parte trasera del vagón mientras otro compatriota suyo se encarga de la delantera. Saúl, un joven de 19 años, guatemalteco también, se cubre con la capucha de su sudadera. “Para parecer más barrio”, argumenta. Al fondo, en la cola del tren, se divisa el movimiento de lámparas, pero aún es muy pronto para saber de qué se trata.
Saúl enciende un cigarrillo y repite en voz alta la consigna: “¡A la puta, si es un ladrón que se deje venir, aquí lo atendemos!”. Es su quinto intento por regresar al país del que fue deportado hace tres años, cuando aún era menor de edad. Allá, pertenecía a la pandilla 18, la segunda más grande de Latinoamérica. Hizo algunos asaltos menores a tiendas de 24 horas y se retiró de la pandilla justo dos meses antes de que lo capturaran mientras trabajaba en un lavado de autos.
Lleva cuatro intentos fallidos. Atrapado por la migra mexicana. Lleva miles de kilómetros montando a la bestia. Y una consigna: “Hay que tenerle respeto a este animal. Si has visto lo que yo he visto, hay que tenerle respeto”. Así, joven duro como es, hombre prematuro que huye de su país porque la otra pandilla, la Salvatrucha, tiene dominada la colonia donde vive, Saúl sabe dónde esta parado, y sabe que el techo del tren no es mejor que lo que ha vivido:
-“Siempre da miedo, siempre”.
La escena que nunca se le borrará de la mente es la de una hondureña, joven, de unos 18 años, con la que viajó en su primer reintento, en 2007. Ella cayó en medio de la algarabía que se formó cuando todos pensaron que había un operativo de migración más adelante. Cayó.
-“La vi cuando se iba para abajo, con los ojos bien abiertos”, recuerda.
Y después, solo alcanzó a escuchar un fino alarido que se extinguió de golpe. A lo lejos, vio rodar algo.
-“Como una pelota con pelos, supongo que su cabeza”.
Alejandro Solalinde fue el gran artífice de que esos operativos hayan disminuido en el sur mexicano. Protestó ante el Instituto Nacional de Migración. No era posible que los operativos se hicieran de noche, en lugares montañosos. Una escena que apabullaría a cualquiera: la noche, el sonido constante del tren que no puedo describir mejor que un rápido taca-ta-taca-ta-taca, y de repente, a los costados, una iluminación cegadora. Decenas de reflectores, y gritos: ¡Bajen, bajen, bajen! Y el tren deteniéndose y sombras lanzándose y algunas cayendo a las vías, donde las llantas de acero aún pueden rebanar. No es posible, argumentó Solalinde, tienen que encontrar otros métodos, porque muchos migrantes quedan mutilados en aquel alboroto. Ciegos corriendo, ciegos saltando, ciegos empujando.
Desde entonces, los operativos en el sur han cesado. Más adelante, luego de rodear la capital mexicana y atravesar un lugar llamado Lechería, ya no son dominios de Solalinde, y aquellos desbarajustes nocturnos siguen sucediendo.
La luz de las linternas se acerca más. Cuando avancen dos vagones más será posible saber de qué se trata. Saúl enciende un segundo cigarrillo. Mientras el tren está en marcha, aspirar el humo es difícil. El viento es el que consume el tabaco.
-“Hicimos un pacto de que no nos van a asaltar -continúa Saúl-. La .38 tiene seis balas, a un par se pueden llevar, pero después les va a caer toda la raza y les va a aplicar la ley del tren”.
La ley de la bestia que tan bien conoce Saúl y que solo deja tres opciones: resignarse, matar o morir.
-“Fue en 2008, a inicios, la vez que me agarraron en Reynosa, ya en la frontera. Esa vez, entre Arriaga e Ixtepec, al tren se subieron tres vatos. Cabal, dos con machetes y uno con la .38 de tamborcito. La onda es que esa vez no íbamos de acuerdo los del vagón, pero cuando el de la pistola le pasó por el lado a un hondureño que iba ahí... Cobrando el dinero andaba el de la pistola, y tonto, pues, él se tiene que quedar apuntando en la esquina del vagón, y mandar a uno con machete a recoger... La onda es que el hondureño le agarra la pierna y lo bota, y la gente rapidito se le aventó a los dos del machete”.
Y ahí viene, la ley del tren:
-“Primero los reventamos a verga. Después, el mismo hondureño le dijo a un su amigo: ey, ayudame. Y agarraron al de la pistola, uno de los brazos y otro de las piernas, y lo aventaron entre los dos vagones. Partidito en dos lo hizo el tren. Lo mismo le hicieron al otro. Cuando iban por el tercero, un salvadoreño les dijo que mejor lo dejaran, para que fuera a contar que la raza no se iba a dejar. Lo tiraron a un lado del tren, pero había como un barranco ahí. Yo creo que igual se murió también”.
¿Cuántos cadáveres se habrán fundido con la tierra que rodea las vías? Bien dijo una vez Alejandro Solalinde que estos terrenos son un cementerio anónimo.
Las luces de las linternas ya están cerca, y los vigías logran divisar de qué se trata:
-“¡Ey, guarden los palos, son los maquinistas que andan cobrando!”.
Tres de los maquinistas de la bestia llegan a nuestro vagón. La gente se cubre el rostro como puede y se sienta dándoles la espalda, viendo hacia los costados del gusano.
-“A ver, muchachos, no vaya a ser que haya operativo más adelante, en Matías Romero, y podemos parar o seguir de largo, pero a ver cómo se van a portar con nosotros”.
Quieren dinero. Van por los tejados como cobradores de autobús, pidiendo billetes y monedas por un viaje del que no pueden garantizar nada. Nadie en nuestro vagón les contesta ni les extiende ni un cinco. “¡Hijos de la chingada!”, refunfuña uno de ellos. “Allá adelante se los va a llevar la verga”.
Los de este vagón son viajeros experimentados. Saben que, si hay retén, no depende del maquinista parar o no. Tiene que detenerse. No puede pasar de largo y dejar a militares y policías federales con sus luces encendidas.
La locomotora vuelve a empalmar vagones. El viaje continúa. De nuevo el efecto dominó. El arrastre de cada una de las cajas de acero mientras todos se aferran a las parrillas.
El frío empieza a ser intenso. Se mete hasta los huesos por entre la tela de los suéteres, y hiere la piel como diminutos cristales lanzados con violencia. Algunos empiezan a caer dormidos. Se amarran con lo que pueden metiendo sus cinturones o lazos entre los huecos de las parrillas, y amarrándose con fuerza al lomo de la bestia.
Entonces, aquellos techos repletos de gente silueteada por la luz de la luna parecen un campo de refugiados. Entumecidos, envueltos en su mismo cuerpo, abrazándose a sí mismos.
La regla del camino vuelve a aplicarse. Si es malo, puede ser peor. Saúl se encaja unos guantes de tela mientras lanza su pregunta retórica: “¿Vos creés que esto es frío?” La respuesta no es necesaria. En ciertos momentos, una corriente helada recorre el interior del cuerpo y provoca temblores.
-“Esto no es nada. Yo he visto a gente a la que se le han congelado los dedos y se han caído del tren en la cordillera del hielo”.
Pronto, Saúl y los demás tendrán que experimentar esas temperaturas. Después de Medias Aguas viene Tierra Blanca. Después, Orizaba. Tras eso, viene la cordillera de hielo. Diez horas o hasta dos días transitando en el lomo de esta máquina hasta llegar a Lechería, bordeando cerros nevados u observando vegetación aniquilada por las gélidas corrientes que recorren aquella zona. Y, para terminar de hacer épico ese tramo, hay ahí 31 túneles en los que la bestia se introduce, en las faldas de los cerros. Túneles donde no es posible verse ni la mano frente al rostro. “Aquello sí es frío”, minimiza Saúl lo que ahora sentimos. Aquel frío, el de la cordillera, llega a ser de hasta cinco grados centígrados bajo cero.
Media hora más ha pasado, y la tenue iluminación de las calles vuelve a despertar a los que se habían dormido. Estamos en Matías Romero, a medio camino entre Ixtepec y Medias Aguas. De nuevo la alerta se activa. El tren no está en marcha, y puede haber asaltantes tratando de incorporarse.
Los viajeros que van en los balcones también se ponen alertas. El maquinista lanzó una advertencia de operativo y, aunque lo más seguro es que fuera una amenaza sin fundamento, hay que estar alerta. Un operativo de migración en este punto dejaría libres solo a los más ágiles. Estamos en los patios de la estación de este pueblo. Barda a un lado y barda al otro lado. Filas de vagones nos flanquean. La huída sería una carrera de obstáculos.
De repente, un grito violento llama la atención de todos los del vagón:
-“¡Ajá, hijueputa, ya nos vamos a volver a ver!”.
Es Mauricio, un ex militar guatemalteco de 42 años que va en su décimo intento por regresar a los dólares, a su vida como albañil en Houston que le quitaron hace tres años, cuando lo deportaron. Le grita al pandillero que fumó marihuana gran parte de la tarde en el albergue de Ixtepec, antes de que la máquina hiciera su llamado nocturno.
La razón de la rencilla es simple: el pandillero le robó a Mauricio un pantalón que dejó secando en el albergue. Las implicaciones pueden ser muy graves: Mauricio prometió venganza en el tren. La situación es preocupante: El pandillero viajaba en el último vagón del gusano. Se acercó hasta el nuestro para intentar convencer a un señor salvadoreño de que él, su esposa y su hija de 12 años se fueran atrás con él y sus amigos, que los protegerían si había operativo. ¿Por qué quiere el pandillero llevarse justo a esa familia? ¿Con cuántos amigos viaja?
Ante el grito de Mauricio, el resto del grupo responde como si hubiera escuchado tambores de guerra. Una lluvia de piedras empieza a cernirse sobre el pandillero, que corre despavorido, mientras otros de los viajeros se encargan de convencer al señor de que estaba cometiendo una estupidez aceptando la propuesta de irse al último vagón.
Luego, como minutos antes de empezar este viaje, los guerreros vuelven a parlamentar. Por un momento, la decisión que toman está a punto de generar una batalla: Mauricio, Saúl, un guatemalteco que lleva consigo una vara de hierro de dos metros y tres hondureños irán hasta el último vagón a darle al pandillero y sus amigos dos opciones: se bajan o los bajamos. La expedición se está armando. Piedras, palos y vítores: “¡Vamos a romperle el hocico!”. En eso, la bestia marca sus tiempos y recuerda a los viajeros que en este camino la voluntad de lo que pasa o deja de pasar es solo suya. Arranca. Efecto dominó: Tac, tac, tac... El viaje continúa.
La siguiente parada será Medias Aguas. El viaje ya lleva dos horas de retraso por las paradas en La Cementera y Matías Romero. Pronto amanecerá.
Los primeros rayos del sol se asoman por atrás de los montes y atenúan la oscuridad. El frío es cada vez más insoportable y las ráfagas de viento congelan. La cara se siente entumecida, rígida. Los dedos ya no quieren apretar. Se tensan. Y el metal frío por donde hay que escurrirlos no ayuda en nada. Solo nos rodean campos de bruma, donde apenas destaca la copa de algún árbol. Campos inundados por neblina. Un espesor grisáceo, impenetrable, que abarca hasta donde la vista se pierde. Estamos cansados. Ocho horas soportando frío. Las ropas están húmedas. Esa neblina las ha penetrado. Ocho horas de posturas incómodas y alertas intermitentes. Amanece cuando entramos a las vías de Medias Aguas. La estación de estaciones, donde la ruta del Atlántico y esta del centro en la que venimos se juntan. Donde los migrantes empiezan a tener solo una opción, un tren. Una ruta, hasta que se vuelva a separar en Lechería, tres paradas más adelante. El potente pitido de la bestia, profundo, prolongado, vuelve a alertar a los viajeros que, como hicieron hace ocho horas, se sacuden el cansancio, se encajan sus mochilas y bajan por las escalerillas de la máquina antes de que se detenga. La mayoría de secuestros masivos de migrantes ocurren en este momento, cuando los trenes cargados de víctimas entran a las ciudades dominadas por bandas del crimen organizado. Es mejor abandonar lo antes posible el tren. La mañana es fría. No hay albergues y no los habrá en las tres siguientes estaciones. Todos buscan una parcela engramada donde descansar. La sombra de un árbol que los cubra del inclemente sol que saldrá en unas horas. Un poco de agua, algo de comida. La calle de tierra que en Medias Aguas corre paralela a las vías se llena de mendigos centroamericanos, que piden cualquier cosa para llevarse a la boca. Después, con algo o nada en el estómago, dormitarán con los ojos a medio cerrar hasta que la bestia los vuelva a llamar, y el viaje hacia Estados Unidos inicie otra vez. |
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